Leido en el blog de Alberto Garzón Espinosa (es diputado por IU)
A veces la vida te da el mismo día dos inmensas tortas en forma de cruel ironía.
La primera. Esta semana debatíamos los presupuestos generales en el
Congreso, y mientras escuchaba a Montoro encontré sepultada una noticia
que afirmaba que el Banco Central Europeo había
secundado la petición del ministro alemán de finanzas, Wolfgang
Schäuble, de crear la figura de un supercomisario europeo con capacidad
de vetar los presupuestos de los países de la Unión Europea. Tal cual.
La verdad es que la noticia pasó sin pena ni gloria, muy a pesar de
su importancia. Con esta nota el Gobierno alemán –y su brazo armado, el
BCE–, estaba reconociendo su propósito de consolidar un ordenamiento
institucional profundamente antidemocrático y que hasta hace unas
décadas solo podían defender, sin ser reprobados públicamente, los
economistas ultraliberales de la escuela de Hayek. Hoy, con absoluto
descaro y sin apenas oposición, el triunfo de los tecnócratas parece
evidente.
En Europa existieron una vez los federalistas. Personas como Monnet y
Delors aspiraban a disputar la hegemonía política y económica a Estados
Unidos logrando enfrentar a aquel capitalismo salvaje un capitalismo de
rostro humano. Para ello se requerían instituciones políticas similares
a las estadounidenses, con un sistema presidencial con su Parlamento,
su tribunal de justicia y sus protocolos de democracia electoral. Pero
todo esto nunca existió; fue un mito cargado de ingenuidad.
En Europa sí existieron, por el contrario, las alianzas
intergubernamentales de países que buscaban fortalecerse a través de
pactos de convergencia de intereses económicos. El recuerdo de la
Segunda Guerra Mundial condicionó las primeras alianzas, comenzando por
la Comunidad Europea del Carbón y del Acero iniciada en 1951 para evitar
futuros conflictos bélicos en Europa. La fortaleza política de Francia y
la fortaleza económica de Alemania permitieron desde entonces que estas
dos potencias pilotaran en todo momento la integración europea,
haciendo y deshaciendo a su antojo.
Sin embargo, el ascenso del neoliberalismo en Europa permitió
esquivar la decisión de elegir entre uno u otro modelo. Entre
federalismo y sucesión de pactos nacionales era mucho mejor quedarse con
la dictadura de los tecnócratas y ahorrarse quebraderos de cabeza. Esta
dictadura, ya vigente, tiene unas sólidas bases filosóficas. En
particular, la base de dividir a la población en dos partes. Por un lado
están los técnicos ideológicamente neutrales, que saben lo que les
conviene a las masas porque ellos no son ni de izquierdas ni de
derechas. Exactamente son como Almunia. Por otro lado están las masas,
que son un ente abstracto irracional e irresponsable y cuyas emociones y
deseos hay que neutralizar de alguna forma. Esos somos nosotros.
En realidad todo esto lo dijo Hayek ya antes de la Segunda Guerra
Mundial. Según su visión había que evitar que las masas, deseosas de
redistribuir riqueza y de dejarse llevar por líderes de tendencia
socialista –y, según él, aproximadamente todos cumplían con ese perfil–,
pudieran influir en decisiones que afectaran a los sacrosantos derechos
de propiedad. Por eso urgía elevar instituciones que los mortales no
pudieran tocar.
El problema es que Hayek no tenía mucho gusto por los detalles, así
que fueron los neoliberales europeos de finales del siglo pasado los que
diseñaron la arquitectura final. Y con Maastricht en 1992, aprobado con
los votos a favor de la generosamente autodefinida socialdemocracia, la
caricatura de una Europa democrática que envolvía a la dictadura de los
tecnócratas estaba en marcha.
Desde entonces el Parlamento Europeo realmente existente es, como
diría Perry Anderson, una asamblea merovingia o un teatro de sombras. O
un mal chiste, si somos más coloquiales. El verdadero castillo está en
la Comisión Europea y en el Banco Central Europeo, cuyo propósito es
cortocircuitar los debates nacionales para acabar imponiendo lo que,
dicho otra vez coloquialmente, les dé la real gana. Y eso que imponen
es, a pesar de sus notables esfuerzos por ser neutrales, calcado a las
propuestas neoliberales que nacen en la fantasiosa visión del mundo de
los economistas neoclásicos.
Segunda ironía. Resultó que el mismo día también me dio por acudir a
la Comisión de Economía del Congreso, donde soy portavoz. Allí el
Gobierno nos explicaba a los diputados de la oposición que en el debate
sobre el banco malo y las participaciones preferentes podríamos debatir y
negociar todas aquellas enmiendas que no afectaran a las decisiones
previamente dictaminadas por la troika*. Prometo que noté en la cara de
algunos un gesto bien claro de complacencia que venía a decir: ¡Para que
luego digáis que no tenemos democracia!
* Formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional.
Alberto Garzon Espinosa en Wikipedia
No hay comentarios:
Publicar un comentario