Aguirre y el fracaso autonómico (la referencia alemana)
Artículo de José Antonio Zarzalejos en elconfidencial.com.- 14/04/2012
Esta vez el portavoz del PP ha sido prudente y no ha calificado de
“reflexión personal” la propuesta de reformar el Estado autonómico
lanzada el pasado martes por Esperanza Aguirre. Si el lunes marró
calificando de tal lo que era un aviso a navegantes del ministro de
Economía sobre el recorte en Sanidad y Educación, se ha tentado la ropa a
la hora de desautorizar a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Mariano Rajoy,
sin embargo, no se tomó ni veinticuatro horas para afirmar que no se
plantea revisar el modelo de Estado. Olvida el presidente del Gobierno
que, como sentenció el estadounidense Ralph Waldo Emerson, “toda reforma fue en su tiempo una simple opinión particular”. Y se olvida también el jefe del Gobierno de que algo muy parecido a lo que planteó Esperanza Aguirre lo ejecutó Alemania en agosto de 2006.
Después de siete años de debate, las Cámaras germanas aprobaron la más profunda reforma de la Ley Fundamental de Bonn (1949) actualizando el régimen federal. Una incisiva y estudiada reforma federal que reformuló el reparto de competencias entre los länder y la federación y redujo de forma drástica la intervención del Consejo Federal en la aprobación de las leyes del Estado. La República Federal de Alemania alcanzaba de este modo un gran nivel de eficiencia y funcionalidad,
así como de transparencia y buen orden en los mecanismos de gobernación
en beneficio de sus ciudadanos y de sus finanzas. Por fortuna para
Alemania, la reforma de su federalismo se produjo un año y medio antes
de la Gran Recesión que asomó en 2007 y estalló en 2008.
Es
verdad que, desde el punto de vista político, la propuesta de devolución
de competencias de las comunidades autónomas al Estado –sanidad,
justicia, educación— resulta inviable si no se abre un auténtico
proceso constituyente que revise por entero el Titulo VIII de la
Constitución. Es también cierto que no se dan las condiciones necesarias
para el imprescindible consenso que conlleva un proceso de esas
características en el que habría que determinar inexcusable y
nominativamente las nacionalidades y las regiones. Si el PSOE se
desmarcó el jueves de la ley de Estabilidad Presupuestaria, más lo haría
de un acuerdo sobre el modelo de Estado. Pero que la propuesta de
Aguirre sea aquí y ahora inviable no supone que resulte irrazonable,
inoportuna o inconveniente, aunque resulte tristemente lógico –se
juegan su condumio— que sus pares de otras comunidades no reconozcan la
sensatez del planteamiento reformador que antes o después se impondrá.
Se ha ido haciendo evidente que el café para todos
fue el resultado de una dinámica de emulación con las llamadas
nacionalidades –Cataluña, País Vasco y Galicia, además del régimen foral
de Navarra— impulsado por el socialismo –luego seguido por la derecha--
que se atrincheró en los primeros años ochenta en su feudo andaluz en
el que sigue instalado más de tres décadas después. Los efectos
indeseables de esta generalización autonómica –acentuados con la segunda
tanda de Estatutos durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero— han sido muchos. El más perjudicial (políticamente) de todo ellos fue la creación de lo que Artur Mas ha calificado de “comunidades artificiales” (y hay unas cuantas). El más perverso –financieramente-- la réplica, muy cara, de diecisiete sistemas políticos con pretensiones cuasi estatales que han generado una tan multitudinaria como parasitaria clase política instalada
en un aparato burocrático que devora recursos financieros con carácter
corriente e improductivo y que ha malbaratado el sistema financiero que
aplicaban las Cajas de Ahorros. Por lo demás, y como Aguirre subrayó, la
socialización de la autonomía como modelo de gestión no logró, sino
todo lo contrario, la integración de los partidos nacionalistas.
Ignoro si la revisión del Estado autonómico ahorraría 48.000 millones de euros como aseguró la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Pero es seguro que la desactivación de los mecanismos de coordinación
sectoriales, la compartimentación estanca en el ejercicio de
competencias que exigen financiación intensiva, las duplicidades
irreductibles, la germinación de entes burocráticos como nichos de
colocaciones clientelares y el particularismo insolidario, son todas
ellas prácticas de altísimo e innecesario coste. Y este es el quid de la
cuestión. El Estado autonómico previsto en la Constitución de 1978
pretendía un doble objetivo: de un lado, ofrecer una solución a la tensión centrífuga de los nacionalismos vasco y catalán,
y en menor medida, el gallego; y de otro, procurar una autonomía
regional para hacer un Estado más eficiente según las tesis empíricas
que aconsejan acercar las instancias resolutorias a los administrados.
Más aún: el Estado autonómico era también una réplica al centralismo
franquista y, por lo tanto, una manera de constitucionalizar España a la inversa del paradigma nacional de la dictadura.
Este último efecto se ha conseguido, pero no los dos anteriores. Y la crisis económica ha demostrado que la sostenibilidad del Estado en su actual modelo es precaria.
Los mercados y la troika –FMI, UE y BCE— proyectan el foco sobre la
turbiedad de las cuentas que la prensa anglosajona denomina “regionales”
porque, en cambio, dispone de una clara radiografía de las que
corresponden a la Administración General del Estado. Y es que en la
distribución territorial del poder que propició una Constitución pensada
para una transición a la democracia hay mucho de artificial, de excéntrico y, a veces, hasta de extravagante.
Si
los alemanes han reformulado su federalismo varias veces desde 1949 y
lo adecuaron decisivamente en 2006, no es ningún despropósito que aquí
se plantee –recuerden: toda reforma fue en un tiempo una simple opinión
particular—repensar nuestro modelo. En esta tesitura se encuentran, y de
ello no debe olvidarse el presidente del Gobierno, la mayoría del electorado del Partido Popular.
Por otra parte el Gobierno no debería hacerse trampas en el solitario:
de hecho, con la Ley de Estabilidad Presupuestaria y los recortes en
sanidad y educación ya está tocando el modelo autonómico, precisamente para controlarlo y racionalizarlo, aunque aún de manera harto insuficiente.
En
todo caso, algo es incuestionable: nuestra crisis no es sólo
económico-financiera. Es también institucional y política. Y en el
centro de ella –se lo plantee o no Mariano Rajoy—está el debate de
beneficios y costes, políticos y económicos, del Estado autonómico.
Antes o después, habrá que replanteárselo al modo sensato y racional con
el que los alemanes han revisado su federalismo en la primera década de
este siglo.
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